Otra historia de mi trastorno bipolar (versión para niños)

Había una vez una niña bastante callada.

Su vida era feliz, no le hacía falta hablar demasiado.

Empezó a tener problemas y los pensamientos y emociones se empezaron a acumular en su cabeza y su corazón. No contaba sus problemas a nadie.

Sus pensamientos tenían vida propia y elaboraba toda clase de teorías que quedaban ancladas como creencias.

Los problemas se iban acumulando, las emociones amenazaban con desbordarse, hasta que un día hubo una explosión.

Su mente nunca fue la misma, estaba enferma.

Siguió un tratamiento y todo fue muy serio y correcto.

A veces veía señales en el cielo. Se asustaba. Ajustaba el tratamiento.

A veces el mundo parecía mágico. Se asustaba. Callaba la magia con sustancias.

A veces sentía emociones un poco intensas. Se asustaba y de nuevo acudía a las sustancias.

Se cansó de esta vida de emociones planas. Aceptó la alegría, que corrió a caudales por su alma. Pero con ella llegaron otras emociones no tan agradables, que habían estado embotelladas junto a la alegría. Apareció el miedo, la rabia, la tristeza.

Era un caos y trató de acudir de nuevo a las sustancias, pero no se trataba de eso. Ya no podía seguir dando la espalda a las emociones humanas ni a la magia.

Aceptó ver señales en el cielo y sólo hablaba de ellas a quien sabía que podría entenderla. Aceptó comunicarse con los animales y con el viento, y entendió que era algo que no podía contar a los médicos.

Se reconcilió con Dios y todo lo invisible, y se sintió bien.

Puso sus pensamientos en su lugar y empezó a vivir desde su corazón y su intuición. No fue de un día para otro, pero recorrió ese camino.

Sus emociones ya no eran una amenaza, eran sus aliadas.

Aceptó su vida y su magia. Aceptó las sustancias, sin permitir que volvieran a borrar la magia de su vida. Siguió comunicándose con el cielo y las aves.

Respetó sus emociones y sus emociones la respetaron a ella. A veces eran fuertes, pero eran sus aliadas, no un enemigo a encerrar.

Y aprendió a vivir. Sin un título ni acto de grado, sin un final de carrera. Simplemente fue aprendiendo a vivir. Durante toda su vida.

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